DÓNDE ESTARÍA

      Todavía hoy lo pienso y no dejo de asombrarme. Acababan de dar las tres en el reloj de pared. De un salto salí de entre las sábanas.  En un decir amén me había puesto pantalón, camisa y me había calzado las alpargatas; “Mediado septiembre el tiempo todavía no es tan frío como para ponerse las botas”. Me había dicho mi madre pocas horas antes. Hubiera preferido estrenar las viejas botas que mi hermano me había dejado antes de partir al frente. Tenía razón mi padre; todavía me faltaban unos cuantos cocidos para llenarlas. Bajé a la carrera al corral, eché una meada intentando esquivar a la Córdoba en la oscuridad de la noche. No dejaba de saltar a mí alrededor entre ladridos y babas. Me lavé la cara en la pila. En la cocina ya trajinaba mi madre con el gancho de la lumbre. Sobre la chapa, aún templada de la noche anterior, el puchero con el chocolate que yo había rallado y  mi madre había hervido en leche después de la cena. “Te dará las fuerzas que necesitas para aguantar bien la mañana”; dijo con una mirada que transitaba, desde hacía un tiempo, entre la tristeza y la  generosidad. Toda una fiesta. A mis escasos doce años ya sabía del chocolate, pero no tenía memoria de haberlo tomado. Difícilmente en aquellos días de requisa y rapiña. Rebañé el tazón con el índice después de haberlo hecho a conciencia con la cuchara. “Dios te bendiga hijo”. Me colgó el zurrón al hombro con un buen cacho de queso y unos mendrugos de pan. Me dio dos cálidos besos y salí todo ufano a la calle casi oscura y callada, acompañado de la Córdoba. Llegué esquivando charcos al corral de las ovejas. Mi padre me aguardaba con una botella vacía en la mano. “Hoy vas solo hijo. La llenas  en el caño de Muñogarcía. Es mejor que la de casa. Ya sabes llegar. Dale una vuelta a la viña para ver cómo va la uva, la Córdoba te ayudará para que no se metan las ovejas Tu hermano la enseñó bien. En la huerta busca un meloncillo, pero no cales ninguno, busca uno que pese. Y si la Córdoba ve una liebre que la cace pero no dejes que la destroce, al zurrón con ella. Podrás hacerlo tú solo”. Me entregó una navaja bastante más grande que la que yo siempre llevaba encima. “Ten cuidado y no la pierdas”. Poco más… y un hatajo de ciento sesenta ovejas…

­      – Joooo… … abuelo que no me gusta el chocolate… que prefiero el chorizo…

     Jodido mocoso…ya me lo meriendo yo.

CÓMO NO ME MORIRÍA…

                                                                                                                      A mis padres.