De niño me gustaba memorizar la lección copiándola varias veces en mi libreta de hojas cuadriculadas. Mi madre no entendía por qué no me bastaba con repetidas lecturas en voz alta, como se había hecho toda la vida, en lugar de gastar papel sin ton ni son. Cuando me sentía seguro de mis notas cerraba la libreta y se las repetía de viva voz, intentando no trabarme; no me gustaba que me corrigiera… con las palabras no. Otra cosa era la tabla de multiplicar. Me corregía siempre. Con ella aprendí que sumar ocho veces siete era lo mismo que multiplicar siete por ocho. Cuando me di cuenta de que mi problema radicaba en la comprensión de las palabras sumar y multiplicar, tuve que darle la razón y entender que las palabras, además de bien escritas, tenían que estar bien entendidas
Eres la niña
¡caprichosa!
con el desaliño de haber jugado
en el silencio del balbuceo sin titubeos.
Eres la Doña en tu casa de muñecas,
sobre el sillón de mirada ciega.
Quieta.
Buscan tus ojos
en los de quien no sabes que te contempla,
ver qué piensan.
Tus manos de barro,
ya no juegan;
tan solo a tientas.
Estás…
Niña,
en la sombra que dibuja tristeza,
mientras regalas tu sonrisa,
envuelta en la complicidad
de tu cansada inocencia.
Callan blancas
las paredes de la casa
donde habita la memoria.
Historias repetidas
se mezclan en tus palabras,
Niña
de pasos lentos.
¿Dónde queda?
Te preguntas ingenua.
¿Dónde queda?
Cuando reniegas de tu torpeza.
Las buenas madres siempre regalarán sonrisas. Y los hijos, buenos o malos, quizá nos demos cuenta de ello demasiado tarde.
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Gracias Jorge, sí, puede que sea así. Lo cierto es que se hace más evidente cuando se adentran en el camino de la infancia y hay que dejar claras las normas del juego para que ganen lo mejor posible la partida. Un abrazo.
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