LA CALMA Y LA TORMENTA

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No me importó mojarme bajo la lluvia, tampoco canté. Salí relajado del trabajo buscando una caña en el bar de abajo a las seis de la tarde. Como en los toros, él entró a matar y salió muerto. No fui yo. No hubiera podido enfrentarme a él porque era del tamaño de un armario ropero y yo hubiera quedado en la pared del bar como un cartel aburrido de no ser reemplazado y conducido al contenedor de papel y cartón.

Fue muy rápido, apenas cinco minutos llevaba esperando en el bar la ansiada caña. El bochorno de primera hora de la tarde fue demoledor. Muy rápido como decía. Al primer sorbo lo vi por el rabillo del ojo abalanzarse sobre un hombre fornido de mediana edad. Su padre. Como supe después, también se encontraba en el local la madre y la hermana. Nadie más, tan solo yo sediento y el camarero o dueño. Más parecía dueño que empleado, pero ese dato lo desconozco. Lo vi, como le decía, por el rabillo del ojo abalanzarse sobre su padre hincándole una navaja… ¿de ocho dedos podría ser? Grande en cualquier caso… Yo creo que de alguna manera lo tenía planificado.

La impresión que me causó fue tan grande que me tomé la caña de un trago, sabía que lo iba a necesitar. Mi reacción fue la siguiente: Me despegué de la barra estrepitosamente abriendo los brazos -¡éh!- nada más pude decir. ¡Vi cómo le clavaba la navaja a su padre!, ¡ante una carcajada sonora de su hija! ¿Por qué tenía que ver yo eso?

Pinchado en el costado hasta el final del filo, ¿ocho dedos?; el finado se desplomó al instante y su hijo, como supe después, acudió a sujetarle en la caída. Curioso, ¿no te parece? Pero no fue eso lo que me pareció más sorprendente.

Al volverme, en una reacción natural y espontánea, huida de aquella visión. Vi a la que, como supe después era su esposa, sacando tranquilamente un arma de fuego diminuta, sentada en una silla, del bolso también diminuto. Se incorporó tranquilamente y empuño el arma muy cerca de la nuca de su hijo, que cayó muerto ya, creo yo, como un gran saco de patatas sobre su padre todavía vivo, moviendo brazos y piernas en un espasmo repetitivo.

La hermana me abrazó derrumbándose en un alarido de dolor y me impidió ver más de lo que aconteció después. ¡Tal era el alarido! Y las lágrimas que vinieron después tan gordas y abundantes que cuando pude regresar a casa lo primero que hice fue quitarme la camisa empapada.
El empleado o dueño, ya te dije desconocía ese dato, no reaccionó. Se quedó como mudo, espantado. Hasta que de forma casi autómata se sacó el móvil y avisó a la policía sin ensuciarse las manos de sangre o lágrimas.

Tras cinco horas de preguntas, pruebas y muestras con dos policías amabilísimos, ya en casa sin camisa, me desnudé completamente. Abrí las ventanas. Busqué las grancias de marihuana en mi viaja cajita plateada. Fumé todavía en estado de shock y bebí ron Zacapa sin hielo sentado en el sillón. Conecté el televisor para distraerme y ocupar mi cabeza en banalidades.

El documental versaba sobre la sociedad y sus nuevos modelos de familia posible. Reflexioné.

¿Qué pudo pasarles?

5 comentarios en “LA CALMA Y LA TORMENTA

    1. jajajaja, se trata de una foto que me envió una amiga desde Méjico. Realmente no sé si existe y si es una bebida como la entendemos aquí… Ahhh no no presencié tal escena, no lo hubiera soportado, pero estoy seguro de que escenas así ocurren a diario. Gracias Jorge.
      Un abrazo

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  1. «No me importó mojarme bajo la lluvia, tampoco canté». Comienzo magistral que invita a frotarse las manos ante lo que está por venir. Y el resto del relato está a la altura.
    Ahora la pregunta inevitable: ¿ocurrió en realidad? Llámame ingenuo, pero te lo tenía que preguntar. Debe ser la malsana curiosidad del escritor.

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